Hay algo seguro: el mundo en el que vivimos no es el mundo de siempre. Todo el tiempo, sin que nos demos cuenta, cambia.

Se dice que la Edad Media comenzó con la caída del Imperio Romano, fechada con precisión el 4 de septiembre del año 476 de nuestra era occidental. Hay varios acontecimientos para situar el fin de ese período: la invención de la imprenta de Gutenberg, la llegada a América por parte de los europeos o la caída de Constantinopla, según el libro que se consulte. En asuntos más recientes, Eric Hobsbawm teorizó que el siglo XX fue el siglo más corto de la historia, comprendido entre la Primera Guerra Mundial, en 1914, y la disolución de la Unión Soviética, en 1991.

La necesidad de dividir la historia de la humanidad en etapas, incluso en años, meses y días y horas es, valga la redundancia, solamente una necesidad humana.

Aquellos que se levantaron el 5 de septiembre de 476 no eran conscientes de que habían ingresado en la Edad Media, simplemente porque no existe tal cosa y porque fue algo que se inventó varios siglos después, allá por el Renacimiento. Algo importante había pasado, sí; pero todo seguiría andando más o menos como venía.

Por sí mismos, todos los eventos anteriores no significaban mucho: formaban parte del mundo y de los cambios de la vida cotidiana. ¿Por qué se describen en los libros de historia? Porque los convertimos en símbolos: eventos que condensan características generales de un lento cambio en el orden de las cosas.

Puestos en su contexto, ayudan a comprender mejor la lógica subyacente del mundo. Mejor dicho, la forma en la que los humanos decidimos relacionarnos entre nosotros y con el mundo. Ni siquiera la llegada del hombre a la luna (la supuesta llegada en 1969), quizás la hazaña humana más grande de todas, puede por sí misma escapar a su contexto, el de la Guerra Fría.

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Puede ser un desarrollo tecnológico como la mencionada imprenta de Gutenberg, que comenzó lentamente a hacer posible la impresión más rápida y en serie, favoreciendo la difusión del conocimiento (aunque lo primero en publicarse de esta máquina fue, paradójicamente, una biblia).

Puede ser un “descubrimiento”, como la llegada de los europeos a América, que necesariamente redefinió el orden político del mundo para que, casi 600 años después, la principal economía mundial esté de este lado del mapa.

Por supuesto, puede ser un suceso natural, como una pandemia.

Hay algo seguro: el mundo en el que vivimos no es el mundo de siempre. Todo el tiempo, sin que nos demos cuenta, cambia.

Nuevamente, la pandemia por sí misma no significa nada. Es una de las tantas enfermedades que aquejarán a la especie humana. Pero resulta extremadamente reveladora en cuanto pone en jaque muchas de las características de este orden de las cosas, nuestra lógica del mundo.

La globalización, gracias a los medios de transporte y a las comunicaciones, es uno de los bastiones de nuestra era. Sin embargo, así como aprovechamos sus innegables ventajas, deberemos hacernos cargo de sus riesgos: un virus viajó de China a Argentina en menos de 60 días. Es un llamado a la responsabilidad colectiva y al abandono de la ética individualista: las consecuencias de nuestros actos están también globalizadas.

Los nacionalismos anacrónicos, residuos del imperialismo del siglo XIX y recrudecidos durante la primera mitad del siglo XX, también son otra de las características que han demostrado ser una amenaza todavía más seria que el COVID-19. Finalmente, y en sus formas más nocivas, el nacionalismo termina siendo a los estados lo que el individualismo es a la persona.

Hace apenas unos días, el Departamento de Estado de los Estados Unidos emitió un comunicado invitando a médicos extranjeros a solicitar una visa de trabajo para reforzar sus capacidades ante la pandemia. De vuelta, pongamos en contexto: el gobierno de Donald Trump, quien erigió enteramente una campaña electoral insuflando espíritu nacionalista y de políticas claramente antiinmigrantes, se ve obligado a hacer este llamado desesperado. Si esto no es una señal de cambio de época, ¿qué otra cosa es?

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Es obvio que cuando esto pase, muy probablemente, la nación norteamericana pretenda olvidarse y retorne a su anterior concepción, pero no será lo mismo, no habrá vuelta atrás. Giordano Bruno también murió en la hoguera.

En marcada oposición, Angela Merkel, canciller de Alemania, nación que llevó el nacionalismo hasta el extremo en dos ocasiones y sufrió sus devastadoras consecuencias, anunció que el país recibirá y se hará cargo de los italianos y franceses en grave estado que no puedan ser atendidos por sus estados. El mensaje es claro: nos salvamos entre todos o no se salva nadie.

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La constitución de los mercados como reguladores de la economía es otra de las facetas más discutidas de nuestro tiempo, principalmente a partir del desarrollo exponencial de la producción mundial, el trabajo capitalista y los sucesos de posguerra. La discusión no es si los mercados pueden o no pueden regular la economía, la pregunta es si es conveniente para la sociedad.

Emanuelle Macron, presidente de Francia y un férreo defensor de las “libertades del mercado”, se vio obligado a anunciar un paquete de medidas estatales sin precedentes en la historia del país. Son 300.000 millones de euros destinados a pagar sueldos, impuestos, alquileres, créditos de empresas, entre otras cosas, aparte de posponer las reformas laborales que planeaba introducir.

En Argentina también hemos visto replicada una situación similar. Recientemente, la empresa multimillonaria Techint anunció el despido de 1.500 trabajadores. Por la especulación de oferta y demanda aumentan los precios de los productos de higiene. Cierran las aerolíneas que habían vendido sus vuelos a personas para volver al país. Si fuera sólo por la mano invisible del mercado, estaríamos mucho peor de lo que estamos.

En estrecha consonancia con lo anterior, otro conflicto característico de nuestra época pone en discusión la soberanía de los estados y su rol en la vida de los ciudadanos. ¿De qué cosas se tiene que hacer cargo el estado y hasta qué punto? ¿Qué pasaría en este contexto si no existiese la acción estatal? Podríamos comparar los resultados de cómo se ha administrado la crisis en los distintos países hasta ahora. El tiempo dirá, aunque ya se pueden aventurar algunas hipótesis.

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Todo esto no es sino un llamado a la reflexión, a la importancia de reconocer las necesidades de adaptarse al cambio que ocurrirá inevitablemente. No debería llamarnos la atención que quienes más se deshacen en esfuerzos por soslayar la profundidad de la situación sea quienes más cómodos están con el actual status quo. Trump, presidente del país con más poder actualmente; Bolsonaro, un conservador a ultranza; Piñera, un estadista de las corporaciones.

Hay algo seguro: el mundo en el que vivimos no es el mundo de siempre. Todo el tiempo, sin que nos demos cuenta, cambia.