A partir del proyecto que busca aplicar una reforma en las jubilaciones de privilegio del poder judicial se han retomado una serie de debates a los que vale la pena prestar especial atención. Estas discusiones pueden entenderse más generalmente como síntomas de conflictos sociales de fondo.

En comparación al grueso de los trabajadores de otros rubros, aquellos que se desempeñan en el poder judicial gozan de muchos privilegios. Sueldos en promedio mucho más altos, edad mínima jubilatoria más baja y eximición de tributar por el impuesto a las ganancias son sólo algunas de las condiciones con las que cuentan a su favor. A la lista la completan el cómputo de los años para la jubilación y vacaciones de 45 días al año.

El problema se plantea comúnmente en términos económicos en un infructuoso juego de trucos y retrucos por ver quién gana más y quién gana menos, pero es en realidad una cuestión de privilegios sociales: tanto en sus dichos como en sus actos, el poder judicial de la Argentina se concibe intocable. En el comunicado emitido que rechaza el proyecto en cuestión aducen que su profesión es única entre las demás y por lo tanto merece consideraciones especiales.

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En este sentido, no estaríamos descubriendo nada nuevo si advirtiéramos que muchos de los símbolos que rodean a la figura del juez, por antonomasia la representación del poder judicial, remiten históricamente al sistema político de la monarquía. Por ejemplo, al igual que el poder judicial argentino, la vieja nobleza europea tampoco se veía en obligaciones de tributar impuestos. También nos ponemos de pie en su ingreso a la sala y nos referimos a ellos como “su señoría”. En estos privilegios y en esta simbología se perpetúa un orden social de clase.

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En ciertas sociedades europeas de tradición milenaria y en donde la desigualdad entre clases no es tan marcada, los privilegios de este tipo parecen todavía tolerables. No es el caso de las sociedades latinoamericanas en donde la desigualdad es estructural. Todavía más, en el actual contexto de nuestro país todas esas diferencias se han multiplicado. No es casualidad que resurjan ahora los cuestionamientos a aquéllos que gozan de mayores beneficios. El conflicto es un síntoma de la división de clases.

Resulta llamativo que el reclamo se replique también en los sectores económicamente más favorecidos, prueba de que al menos esta faceta del conflicto no es enteramente económica y que los actores que participan de la disputa no se configuran bajo criterios económicos sino políticos: el reclamo es en general contra el sistema político. Es en la clase política que el ciudadano cree encontrar la causa de las diferencias de privilegio.

Esta vez, en particular, el reclamo es contra el sistema judicial que es el que más privilegios presenta. Esto se suma a una desconfianza general en el ejercicio de la justicia a partir de numerosos hechos de la historia reciente en la que distintos funcionarios se han visto implicados en graves casos de corrupción.

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La necesidad de encontrar una vía de solución al problema es urgente en tanto una sociedad democrática que no cree fundamentalmente en el estado no es sustentable. El problema no es no creer en las personas, en éste o aquél político, el problema es no creer en el sistema; y luego de décadas de verse perjudicada, la sociedad argentina ha terminado por descreer finalmente del sistema. Destinados a quedar atrapados en un ciclo de crisis estructurales, no hay posibilidad de construcción.

Bajo esta perspectiva el poder judicial se debe una verdadera autocrítica que parece, en gran parte, reticente a darla. En esta negación se ven obligados a prestar excusas infantiles e incluso extorsivas. ¿En qué cabeza cabe que el monto de un salario asegura la independencia de poderes? Si por dinero fuera también podrían venderse al mejor postor, al fin y al cabo en el mercado siempre hay alguien dispuesto a pagar más.

La renuncia a los privilegios, entonces, significa el abandono de un orden de clase nobiliaria y un primer paso en dirección a reconstruir la confianza bastardeada. Como se dice en las calles, el horno no está para bollos.